Ni cuando la sangre pesa
En
ocasiones he afirmado que la economía es el nuevo nombre de la ideología, pero
lo que poca veces encuentro es un periodista especializado en información
económica que, además, es capaz de hilar historias, relatos, cuentos, del modo
en que lo hace Mario Méndez: con el pueblo detrás de la oreja y la economía en
el bolsillo… Les entregó a continuación lo que fueron sus palabras en la puesta
en circulación de su libro de relatos “Ni cuando la sangre pesa” (tanto en su
versión en español como en inglés…). Creo que son palabras que nos obligan y
nos animan a leerlo. Disfruten las palabras de Méndez como regalo de fin de
semana.
Palabras
de Mario Méndez en la presentación de su libro de relatos “Ni cuando la sangre
pesa”, que incluye una edición para los Estados Unidos y Europa con el título:
When Blood is not Enough”
Gracias,
damas y caballeros, por demostrarme su amistad con su presencia esta noche en
este acto entre amigos.
Particularmente,
permítanme expresar mi gratitud hacia Wilson Morfe, quien engalanó con su arte
la obra que ponemos a circular esta noche; al escritor Eloy Tejera por el
cuidado de la edición; a Ubaldo Guzmán por sus consejos, a Miriam Veliz, por su
limpia traducción y a Humberto Martínez, por el diseño del vestuario. También
mi gratitud hacia William Calderón y su esposa Lucienne Aracena, por el cuidado
en la impresión.
Si
la curiosidad no me hubiera empujado a entrar en aquel pueblo remoto, que pocos
paisanos conocían porque para visitarlo había que hacer un desvío y tomar un
atajo que sólo conducía a ese humanizado rincón, este libro no fuera hoy una
realidad.
Fue
un sábado en la tarde cuando visité por primera vez aquella comunidad que vive
en la marginalidad y el aislamiento, habitada por gente trabajadora y noble,
pero muy vulnerable, dado que por falta de información, actúa en base a
creencias, muchas veces hijas de la ignorancia.
Ahí
conocí a Carlos Manuel, con quien inicié una amistad que aún conservo. Fue él
quien me contó, con una sinceridad que reflejaba en su rostro y en cada palabra
que pronunciaba, todo lo que sufrió quien pudo haber llegado a ser su suegro,
luego de que alguien, a quien nunca llegó a identificar, vendiera al Diablo una
hija suya, de dieciséis años; y todo lo
que hizo el padre en su intento por recuperarla. Él no pudo evitar que el
Diablo sacara a su hija de la tumba.
Su
relato se quedó registrado en mi memoria,
y aunque su credibilidad resistía todo tipo de prueba, ocho años más
tarde volví al lugar a conversar con él y le pedí que me volviera a contar la
historia, y fue increíble: me repitió al pie de la letra todo lo que me había
dicho y lo hizo usando las mismas pausas e idénticos gestos. Me sorprendió que,
no obstante lo que le pasó y del tiempo que había transcurrido, para el amigo
de Carlos Manuel la nigromancia siguió siendo su norte y la hechicería su
creencia.
Entonces
me vinieron a la memoria otras historias que tienen igual o mayor mérito para
estar en esta obra, como la de aquella anciana cuyos familiares la habían
dejado, a la hora de acostarse, dormida en su cama, pero que en horas de la
madrugada apareció en una comunidad ubicada
a más de tres kilómetros del pueblo donde residía, mientras era golpeada
con furia por una multitud, luego de que fuera tumbada cuando volaba por los
cielos convertida en arpía.
Recordé
también el caso, vivido por mí, de aquellos dos modelos de esposos que se
pasaron toda la vida trabajando para su familia, pero que durante sus últimos
treinta años, aunque siguieron viviendo juntos, bajo un mismo techo, nunca
llegaron a dirigirse la palabra ni a mirarse a los ojos, luego de que un chisme
provocara que el orgullo de ambos matara su amor.
En
este viaje memorial llegué a donde aquel general que, en su carrera hacia el
enriquecimiento ilícito, contribuyó a la proliferación de la delincuencia en la
región bajo su mando, al moverse entre canallas y forajidos. Por esos lares la incertidumbre llegó a un
clímax en que sólo él, que andaba las calles protegido y trabajaba y vivía en
lugares con una seguridad que él creía invulnerable, no sentía temor. Pero la
vida le dio la peor de las sorpresas.
La
pobreza y la falta de educación constituyen un valladar que en ocasiones se
torna insalvable en el esfuerzo porque las personas asuman valores que les
permitan respetar los límites que impone la vida en sociedad. Una muestra
elocuente es aquella comunidad donde creció Borola, quien tras presenciar cómo su
marido, tal cual carnicero, cercenó el cuerpo de su hermano, a pesar de que
ella le había implorado que no lo matara, cayó en un acto de humillación que
hizo rodar por el suelo el valor que por siglos la convivencia humana ha dado a
la sangre.
¿Y
cómo olvidar aquel hecho que estremeció mi inocente conciencia cuando apenas
alcanzaba los siete años de edad? El del padre que con una calma imperturbable
puso a dormir el sueño eterno a sus dos hijas porque la madre había decidido
ponerle la pensión de ley, dado que él no cumplía con su responsabilidad
paterna. Esta historia ha tenido siempre para mí un enigma, pues una de dos
gemelas que, tras haber cometido el hecho, el filicida engendró, tal cual obra
de un milagro, al hacer en la cárcel donde cumplía condena el amor con otra
mujer que tenía y que era quien lo había
presionado para que no atendiera sus obligaciones con las dos niñas
asesinadas, luego de él quedar en libertad, le hizo perder su condición de
monstruo.
Resulta
imposible de ignorar también a aquella mujer que se redujo al sexo con un
hombre que le robó su dignidad al seducirla para que compartiera la cama con
otras dos mujeres con las que él vivía, junto a sus hijos, en la misma casa,
además de someterla a todo tipo de vejación. Si la perversidad de su marido no
lo hubiera llevado a prenderle fuego a El Pato, un hombre con problemas
demenciales que todo el mundo quería en la comunidad, que no salía de su casa y
hasta le hacía los mandados, ella nunca hubiera descubierto su condición
humana.
No
hay cosa que haga más daño a una persona, a su familia y a su entorno que el
vivir de las apariencias. Y por eso presento aquí la historia de la menor
Carina, quien por no haber aprendido a vivir, perdió a su novio, su salud y a
su padre, sacrificó su dignidad y su madre quedó paralítica tras sufrir un
ataque cardíaco, mientras ella reducía la competencia con otras menores de edad
a quién vestía con más lujo.
Aunque
son muchas las cosas que Dios hizo imperfectas, la vanidad funciona a la
perfección, pues no hace daño a contra quien va dirigida, sino que la flecha da
en el vanidoso.
Hay
conductas que rayan en lo ridículo, como la de aquella mujer que estableció un
matrimonio sin nunca exigir reciprocidad. Su prenda comenzó dejándola coja,
luego la puso a caminar en puntillas y ya estaba renca cuando, producto de los
maltratos físicos de su amante, la sometieron a una cirugía en la columna
vertebral que la dejó en silla de ruedas.
Todas
son piezas sobre las que se construye la vida en un submundo que está en
nuestras narices, pero al que muchos rehúyen o no alcanzan a ver.
Los
personajes de esta obra se mueven en un submundo donde imperan los vicios, la
ignorancia y las creencias.
Se
trata de un comportamiento que en tiempos pasados era residual, pero ahora crece y extiende sus
tentáculos hacia toda la sociedad, sin que estemos haciendo lo necesario para
detener su expansión y su secuela.
Sus
resultados los hemos comenzado a cosechar con el crecimiento del delito y la
inseguridad. ¿Pero nos hemos preguntado qué será de nuestra sociedad en diez o
veinte años si seguimos pasivos y no actuamos?
El
problema no se resuelve con publicidad, con declaraciones de buenas intenciones
o acciones convencionales. Urge hurgar en sus raíces, que están en la educación y en la pérdida de valores.
¿Habrá
pensado alguna autoridad en la necesidad de hacer un estudio de cada una de las
comunidades del país y de trabajar en un orden de prioridades, de acuerdo a los
niveles de gravedad de esta epidemia social?
En
esto andamos tan mal que en mi humilde entender
hay comunidades que requieren ser intervenidas de inmediato, para
aplicar un plan con la participación de especialistas de la conducta humana y
de educadores que trabajen con las familias y las escuelas, a fin de evitar
problemas mayores en corto tiempo. Obviamente, simultáneamente también hay que
trabajar en abrir oportunidades para los jóvenes que hoy no estudian ni tienen
qué hacer.
Si
no asumimos estos desafíos con la seriedad requerida, al despertar un día no
muy lejano, podríamos chocar con la realidad de que nos pillaron la urbanidad
para obligarnos a vivir en un país inviable.
Muchas
gracias.
Santo
Domingo, 8 de agosto de 2012.
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