Huellas dolorosas del
abandono por los padres
Milton Tejada C.
Estaba sentada frente
a mí. Necesitaba llorar y apenas sollozo, porque al parecer un nudo en el alma
le impedía llorar plenamente. ¡Se casó a los 15! Unos meses antes de casarse –de
unirse a un hombre, dice ella- murió su madre (de cáncer, lo recuerda bien). Un
año antes, había muerto su padre. Era la cuarta de siete
hermanos y tuvo que hacerse cargo, en cierto sentido, de sus dos hermanos más
pequeños. “Los grandes hicieron su vida”. Fue a vivir con un abuelo que la
rechazaba, que le decía constantemente que se fuera, que era como su madre.
“Mi papá no nos daba
atención. Mi mamá sí era buena. Éramos muy pobres, pero ella nunca permitió que
nos pasara nada. Vivimos cerca de papá (así le dice al abuelo) porque así
podíamos sobrevivir, pero mi mamá le tenía miedo. Nos escondíamos cuando él
llegaba. Ella nos protegía”, dice Ángela (así llamaré a esta mujer, nombre
ficticio por supuesto). La figura de seguridad, soporte y apoyo desapareció.
Una palabra define su
condición: abandonada. Un abandono,
en este caso, involuntario. Ya no hay atención, no hay cuidado por parte de la
madre (hay otras condiciones o circunstancias por la cual un niño o niña puede
sentirse abandonado como, por ejemplo, el nacimiento de un hermanito o
hermanita o padres ausentes del hogar por su excesiva dedicación al trabajo,
pero aquí relato el abandono a causa de la muerte de los padres).
Así se siente. Ese es
su dolor. Un dolor del pasado que le impide la paz en el presente. Hacerlo
consciente, saber que durante muchos años no les perdonó que se fueran, que
murieran, que le quitaran el poco de seguridad que le daba su presencia
(seguridad emocional, no material) es una condición sine qua non para sanar. El
dolor que no se hace consciente no sana y tiende a marcar nuestro presente.
Consecuencias de este
abandono involuntario es el que se siente poco amada y se valora poco. Asumió
una relación de la cual se ha hecho dependiente “por necesidad”. Transitó por
los caminos del alcohol.
Esta historia también
nos revela la importancia de la mujer-madre para la continuidad de la
estructura familiar en nuestra sociedad. Su muerte es la ruptura de esta
estructura o, si se quiere, la reestructuración para la cual casi nunca están
preparados los hijos, y mucho menos si estos hijos son niños o niñas. Más grave
aún por el hecho de que faltaron los dos padres.
Para Ángela, el
matrimonio fue la salida. En cierto modo, buscó al padre que no tuvo. Un hombre
20 años mayor que ella, con el que tuvo varios hijos.
Sin
salidas fáciles
Ángela comenzó a
sanar el día en que hizo consciente su dolor. En que expresó su rabia por la
muerte de su madre, por el maltrato de su abuelo, por la decisión de unirse en
pareja no por amor –así lo dice-, sino porque era su salida a sus circunstancias
en ese momento. Rabia, dolor, resentimiento, raíces de amargura, brotan, junto
a una profunda tristeza.
Para ella, las
relaciones afectivas con sus hermanos son inseguras. “Me quieren, pero no me lo
demuestran”, asegura. Se aferra a su pareja no porque la valore como tal –aunque
es un buen hombre- sino porque no quiere que sus hijos pasen por la pena de ser
abandonados por su padre.
El apoyo desde la
labor de consejería es cognitivo (como lo sería también en una labor
terapéutica más profunda). Ella necesita identificar los elementos de ese
abandono (involuntario en este caso) que se han hecho un esquema en su vida
actual para poder superarlos. Es una labor, por lo tanto, de concienciación de
descubrimiento, de renuncia y superación y de aprender a vivir con sus
limitaciones, de aprender a amarse en definitiva.
El contar con una
comunidad de fe puede ayudarla. Otras mujeres pueden convertirse en un
referente de lo que significa ese amarse a sí misma. El asumir que Dios la ama
como un Padre incondicional y que nunca la abandonará, también (“¿Puede una
madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz?
Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” – Isaías 49:15; “El SEÑOR irá delante de ti; El estará
contigo, no te dejará ni te desamparará; no temas ni te acobardes”. Deuteronomio 31:8).
Hoy ella recorre un
camino hacia una mujer más fuerte y segura, consciente de quién es y de su
valor. Un camino que puede ser más largo o más corto, pero que indudablemente lleva
a la libertad. Y, en definitiva, a reconocerse como Hija de Dios.
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