Imposible de ignorar:
cuando la creación nos habla de Dios
Basado en la prédica de Loren
Montalvo, 5 de octubre de 2025
El asombro de un niño y
la grandeza de Dios
A veces, las preguntas más profundas
vienen de labios pequeños. “¿Cómo es Dios?”, preguntó Rafael Andrés, y su padre
comprendió que responder aquello era tan complejo como explicarle a una mosca
cómo se construye un edificio. Esa pregunta nos rebasa, porque nunca podremos
definir completamente a Dios. Sin embargo, podemos ver cómo Él se ha revelado a
nosotros: a través de su creación, de su Palabra y de su amor infinito.
Cuando observamos la tierra desde lejos,
se vuelve un punto diminuto en medio de un universo inmenso. Y si miramos con
un microscopio, encontramos sistemas diminutos que funcionan con precisión
asombrosa. El mismo Dios que hizo galaxias inconmensurables se detuvo a crear
el detalle de una hoja o las patas de un insecto.
Como dice Romanos 1:20: “Por medio de todo lo que Dios hizo,
ellos pueden ver a simple vista las cualidades invisibles de Dios: su poder
eterno y su naturaleza divina.”
Cada rincón del universo es una pista
del carácter de Dios. Él se revela en lo grande y en lo pequeño.
Un Dios sin límites,
omnisciente y todopoderoso
Dios no tiene los límites del tiempo ni
del espacio. Él siempre ha existido y siempre existirá. Es omnisciente —todo lo
sabe—, como nos recuerda Hebreos 4:7, y todopoderoso, porque todo fue creado
por Él, por medio de Él y para Él.
Y, aun así, ese Dios inmenso se interesa
por nosotros. No porque nos necesite —pues Él nada necesita—, sino porque nos
ama. En su grandeza, Dios ha decidido acercarse al ser humano, invitarnos a su
presencia y mostrarnos misericordia.
El Dios justo y santo
En un mundo donde todo parece relativo,
Dios permanece como la medida absoluta de lo justo. Mientras los hombres
cambian sus estándares, el Señor no se mueve de los suyos: da a cada uno lo que
le corresponde, sea recompensa o corrección.
Muchos se atreven a cuestionar a Dios,
pretendiendo que se ajuste a su lógica o emociones. Pero Dios no se equivoca.
Cuando nuestras ideas no coinciden con las suyas, somos nosotros quienes
debemos corregir el rumbo. “Dios es amor”, y en Él no hay sombra de maldad.
Isaías comprendió esto cuando vio la
gloria del Señor y exclamó: “¡Ay de mí, que tengo labios impuros!” (Isaías 6).
Su encuentro con la santidad divina lo llevó a reconocerse pequeño y necesitado
de gracia. Lo mismo sucedió con Moisés, quien solo con ver un reflejo de la
presencia divina regresó con el rostro resplandeciente.
Cuando comprendemos
quién es Dios
Pensar en quién es Dios debería
transformar todo: cómo oramos, cómo vivimos, cómo amamos y cómo enfrentamos los
problemas. Lo que nos parece enorme se vuelve diminuto ante la inmensidad del
Creador.
El Dios de majestad infinita es también
el Dios que nos invita a acercarnos:
“Acerquémonos, pues, confiadamente al
trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno
socorro.” (Hebreos 4:16)
Él no necesita amarnos, pero lo hace. No
necesita buscarnos, pero nos busca. Y eso cambia todo.
Todo se trata de Dios
En cien o ciento cincuenta años, nadie
recordará nuestros nombres. Ni los premios, ni las posiciones, ni los logros
permanecerán. Porque la vida no se trata de nosotros, sino de Dios. Hemos sido
creados para darle gloria, y solo así habremos vivido bien.
Todo —nuestros hijos, trabajos,
posesiones, relaciones y talentos— tiene un propósito: reflejar su gloria.
Vivimos para Él, y esa es nuestra verdadera plenitud.
Un ejercicio para el
alma
Esta semana, antes de orar, pensemos en
el Dios que hizo el universo, que diseña los detalles más diminutos y que, aun
siendo tan grande, nos ama con ternura. Ese es el Dios al que adoramos.
Recordemos: su poder es inmenso, su
justicia perfecta, su amor inagotable.
Y ante tal grandeza, solo queda una
respuesta: vivir para Él.
“Los cielos proclaman la gloria de
Dios, y el firmamento muestra la obra de sus manos.” (Salmos 19:1)