Antonio Cruz Suárez nos dice que El hombre no está
autorizado para provocar el desorden irrefrenado ni el desequilibrio ecológico.
Este es sin duda el mayor ecopecado de la historia, alterar el orden del cosmos
creado por Dios. Destruir la estabilidad
de los sistemas naturales en base a unos intereses mezquinos y egoístas.
La Biblia se refiere en numerosas ocasiones a la preeminencia del hombre
sobre el resto de la creación. El salmista, por ejemplo,
recuerda que a pesar de la pequeñez e insignificancia humana en el universo,
Dios ha querido hacer al hombre “poco menor que los ángeles” y ha colocado el
resto de los seres vivos “debajo de sus pies” (Sal. 8:4-8).
La cuestión es determinar si esta
concepción bíblica del ser humano como “imagen de Dios” da pie o legitima la
situación de explotación irracional del mundo natural. ¿Ampara la Biblia el
saqueo abusivo del planeta? ¿qué había en la mente y en el corazón del autor
del Génesis cuando escribió: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de
Dios lo creó; varón y hembra los creó”?
La criatura humana fue diseñada para colaborar con su
Creador. El texto bíblico desea comunicar que el hombre y la mujer son
representantes o sustitutos de Dios en el gobierno del mundo. Pero este mundo
fue creado con un orden y una armonía original tal que continúa todavía
reflejando claramente la grandeza de Dios y constituye una revelación de “su
eterno poder y deidad” (Ro. 1:20), a pesar de la corrupción del pecado.
El hombre no está autorizado para provocar el desorden irrefrenado ni el
desequilibrio ecológico. Este es sin duda el mayor ecopecado de la historia, alterar el orden
del cosmos creado por Dios. Destruir la
estabilidad de los sistemas naturales en base a unos intereses mezquinos y
egoístas.
La misión humana en el paraíso
consistía precisamente en todo lo contrario, “cultivar y guardar” (Gn. 2:15). Fue la conservación y el cuidado de la naturaleza la
orden primigenia que Dios dio y que el ser humano tardó bien poco en olvidar.
El primitivo destino del hombre habría sido reproducir
o perpetuar la actividad creadora de Dios en el mundo. También
este debería ser hoy el auténtico sentido del trabajo, imitar el quehacer
divino de los orígenes. Desde tal perspectiva la actividad laboral humana
serviría para recordarle al hombre que no es el dueño absoluto de la
naturaleza, sino que ésta pertenece a Dios. De manera que la principal tarea de
la criatura inteligente debería ser administrar la creación con sabiduría y
responsabilidad, como el mayordomo sagaz de la parábola.
¿Por qué no se ha actuado así? ¿a qué se debe esta actitud de abuso y
despilfarro? Sólo existe una respuesta, el pecado que anida en el alma del
hombre. La rebeldía
de darle la espalda al Creador y “creerse como Dios”.
Cuando el hombre maltrata la tierra y atropella el orden natural establecido
por el Creador, tarde o temprano
sobrevienen las consecuencias. Es lo mismo que ocurrió en
tiempos del profeta Isaías: “Y la tierra se contaminó bajo sus moradores;
porque traspasaron las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto sempiterno.
Por esta causa la maldición consumió la tierra, y sus moradores fueron
asolados; por esta causa fueron consumidos los habitantes de la tierra, y
disminuyeron los hombres. Se perdió el vino, enfermó la vid, gimieron todos los
que eran alegres de corazón” (Is.
24:5-7).
Las consecuencias de la alteración de los planes de Dios conducen
inevitablemente a la crisis en todos los ámbitos de la vida. La búsqueda egoísta de mayor productividad y
beneficios económicos a corto plazo termina en el despilfarro de los recursos
naturales y en la explotación del hombre por el hombre.
Sin embargo, la
conciencia ecológica que hunde sus raíces en el Evangelio de Jesucristo para
buscar el agua de vida capaz de saciar la sed material y espiritual de un mundo
que agoniza, es la única alternativa auténticamente válida que le queda
todavía al hombre para restaurar, en la medida de lo posible, el equilibrio de
los sistemas naturales y humanos.
La propuesta cristiana de fraternidad entre los hombres debe ampliarse
hoy a la de comunión con el resto de la naturaleza. Se trata de una comunión ecológica que implica respeto
por los ciclos biológicos naturales y sensibilidad hacia una tierra que hemos
recibido en heredad.
El cristiano debe responsabilizarse en este cometido
de prolongar la acción creadora de Dios en el mundo de hoy, ensanchando las
fronteras de su concepción fraternal. Quizás sea poco lo que podamos hacer a
nivel individual, pero la suma de muchas pequeñas austeridades, abstenciones y
ahorros serán como minúsculos granos de arena que repercutirán en la
consecución de un mundo menos deteriorado.
Es posible también que mediante tal actitud
contribuyamos a reducir esa otra crisis, de la que no se suele hablar tanto, la
degradación del ambiente espiritual. Aprenderemos a respetar la naturaleza
cuando sepamos respetar al Creador de la naturaleza.
1 comentario:
Mi querido don Milton
Como todo lo que escribe, esto parece ser una irrefutable verdad (salvo algunas apreciaciones de fe que no vale la pena dirimir) El mundo ha dejado de ser, si es que alguna vez lo fue, un espacio para el crecimiento de todos, y se ha convertido en un mercado, en todos los órdenes. La naturaleza la primera y más barata mercancía de compra y venta. Lo que importa son los bolsillos llenos, pues la inmediatez de la muerte nos asegura a esta generación que no estaremos aquí para cuando todo colapse, los demás? que se j.... Aunque sean nuestras propias generaciones.
Aprecios, Fátima
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