Manías, pánicos y cracks. Historia de las crisis económicas. Países de Sudamérica y Asia adelantaron la actualidad de Europa con un cocktail de déficit, deuda y devaluaciones que se encadenaron entre si. Jorgelina Hiba (La Capital - Argentina), nos conduce por un recorrido de la crisis a través de esa otra óptica: la social, pero evidenciando sus estrechos vínculos con lo que considera desacertadas decisiones de los organismos crediticios internacionales.
Los 90, escenario de los estallidos de la periferia
Por Jorgelina Hiba / La Capital
La última década del siglo pasado resuena en la
memoria como una ráfaga de crisis sucesivas que agujerearon una por una las corazas
ortodoxas que desde el Fondo Monetario Internacional habían diseñado para las
endeudadas naciones subdesarrolladas, con América latina a la cabeza del
pelotón.
Las crisis que estallaron en la periferia, desde
México hasta Filipinas, fueron también el primer grito de alarma sobre las
agotadas energías del neoliberalismo, cuyas recetas de desregulación y ajuste
se cayeron a pedazos al ritmo de sacudidas con nombre de bebidas alcohólicas o
ritmos musicales, como el Tequila o el Samba.
Los tembladerales económicos que sacudieron a los
países periféricos de Asia y América latina durante los ’80 y los ’90 fueron en
buena parte consecuencia de las enormes deudas externas contraídas una década
antes, cuando la suba del precio del crudo generó ahorros a los países
petroleros que fueron reenviados a economías en desarrollo por bancos
internacionales a la búsqueda de rendimiento en épocas de tasas bajas.
Naciones como Argentina, Brasil, México o Perú,
generaron en un tiempo muy breve una abultada deuda pública en dólares que se
convirtió en impagable apenas la tasa de interés se normalizó, los petrodólares
se agotaron, y las monedas se depreciaron.
Fue así que las deudas externas de los países
subdesarrollados pasaron de 40 mil millones de dólares en 1977 a casi 140 mil
millones en 1982. Según afirma Julio Sevares en el libro “El imperio de las
finanzas”, en 1982 los pagos de la deuda representaban 25% de los ingresos de
exportación de América Latina, y el 44% de las naciones más endeudadas. Para
Argentina en particular, ese porcentaje trepaba hasta el 54%.
El 50% del total de la deuda estaba enquistado en
un pequeño grupo de naciones integrado por la propia Argentina, México, Brasil,
Venezuela, Corea del Sur, Filipinas e Indonesia. Una lista casi idéntica a la que,
apenas diez años después, se repetiría en los estallidos económicos y
financieros en todo el cordón de los “periféricos”, o sea las naciones de
desarrollo medio por fuera del eje de los países centrales compuesto por Europa
y Estados Unidos.
La deuda eterna. En primera instancia se pusieron
en marcha paquetes de ajuste fiscal para evitar el default, financiados por el
FMI y patrocinados por Estados Unidos, donde la mayoría de los bancos
acreedores estaban domiciliados. Según los datos expuestos por Sevares, los
nueve bancos más importantes de ese país eran los “dueños” del 60% de la deuda
regional. Entre esos nombres figuraban gigantes como el
Bank of America, Citibank, Chase Manhattan, Morgan Guaranty Trust, First
National Bank of Chicago y Chemical Bank.
Fracasado el menú ortodoxo del ajuste, se
estiraron los plazos de pago bajo las reglas del plan Baker, una reprogramación
de los préstamos bancarios que tampoco resultó y que llevó derecho a lo que se
conoció como la “década perdida” de Latinoamérica. Recién hacia 1989 empezó a
evaluarse la posibilidad de quitas, lo que dio pie al plan Brady, por el que se
canjearon préstamos bancarios irrecuperables por bonos emitidos con descuento,
los bonos Brady.
Argentina se plegó a ese plan a fines de 1992,
con Carlos Menem como presidente. El 31 de marzo de 1993 se emitieron 25.000
millones de dólares en bonos, lo que les permitió a los bancos acreedores
desprenderse de los créditos incobrables que tenían, cambiándolos por esos
papeles que vendieron a sus clientes, muchos de ellos pequeños ahorristas
estadounidenses. Los bonos de México, Argentina, Brasil, Costa Rica, Perú,
Uruguay, Venezuela, Bulgaria, Dominicana, Ecuador, Costa de Marfil, Jordania,
Nigeria, Panamá, Filipinas, Polonia, Rusia y Vietnam sumaron 174 mil millones
de dólares, un mercado de enorme liquidez mayor al de la mayoría de las plazas
financieras.
Pero además, los países que sellaron el acuerdo
firmaron acuerdos con el FMI, que funcionó como gerente de su instrumentación.
A cambio, el organismo internacional exigió reformas de mercado como
privatizaciones de servicios y empresas públicas, desregulaciones, y apertura
comercial y financiera. Era la letra negra del Consenso de Washington.
Crisis en cadena. Con esa escenografía llegaron
los ’90. Esa década, marcada por la aplicación a rajatabla de los preceptos del
FMI en la región, fue también la puerta de entrada a las grandes crisis de la
periferia, que adelantaron lo que hoy atraviesa Europa. De a uno, los mejores
alumnos del Fondo se derrumbaron y cayeron en un pozo de deuda impagable,
debilidad bancaria y deterioro social que se llevaría puestos no pocos
gobiernos, y que contribuiría a dibujar los límites de la actual decadencia de
la doctrina neoliberal.
El primer país en explotar fue México en 1994,
apenas un año después de haber firmado su Tratado de Libre Comercio (TLC) con
Estados Unidos y el primer país en haberse comprometido con el Plan Brady.
En su recorrido hacia el derrumbe, la nación
azteca había sido una de las aspiradoras de los petrodólares de los ’70, si
bien algunos años más tarde se transformó a su vez en un significativo
exportador de petróleo.
Las obligaciones que colgaban del plan Brady lo
llevaron a recortar políticas públicas y a achicar el papel del Estado hasta
los límites que se imponían desde Washington, en una aplicación a rajatabla de
los preceptos de la ortodoxia económica. La acumulación de desequilibrios
estalló en 1994, cuando confluyeron la entrada de capitales especulativos, la
apreciación del peso mexicano y un fuerte aumento de las importaciones.
En simultáneo, la Reserva Federal estadounidense
decidió elevar las tasas y el sur del territorio mexicano se sacudía con la
aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). En 1995, el PBI
de esa nación cayó un 6,2%, con inflación y crisis bancaria a la par.
A instancia de Bill Clinton, quien temía que
Estados Unidos sintiera de primera mano los efectos del tequilazo, México
recibió un rescate financiero que en sus diferentes etapas alcanzó los 50 mil
millones de dólares, lo que evitó la declaración del default que ya había
padecido en 1982.
A partir de allí, comenzaron a caer una por una
la mayoría de las naciones que se habían endeudado pocos años antes. En
palabras de Sevares, las crisis de los ’90 pusieron en acto otros de los
fenómenos de los mercados imperfectos, el del contagio.
“Según la teoría convencional, las conductas
financieras se deben a las condiciones vigentes de los mercados, pero la
experiencia de las últimas décadas enseñó que muchos mercados sufren fugas de
capitales, corrientes especulativas o penalizaciones que no tienen que ver con
su propia situación, sino con la que experimenta algún vecino, o una economía
relacionada por pertenecer a la misma categoría de deudor, o por sus vínculos
comerciales”, escribió Sevares.
El lamento de los tigres. La devaluación de
Tailandia en 1997 fue el puntapié inicial de la crisis asiática. Como las
piezas de un dominó, cayeron después Corea del Sur, Indonesia, Filipinas, Hong
Kong, Singapur, Taiwán y Malasia. Los “tigres asiáticos”, en el centro de un
espectacular crecimiento económico durante los ’70 y los ’80, parecían haber
encontrado su techo.
Si bien la matriz de desarrollo que siguieron
esos países fue más afín a la intervención del Estado que lo que aconsejaba el
Consenso de Washington a América Latina, la liberalización de sus flujos de
capitales las introdujeron en el mundo de las crisis especulativas y
financieras globales.
Así, el ciclo que siguió la crisis asiática fue
casi de manual: llegada de capitales especulativos extranjeros, apreciación de
las monedas locales, crecimiento de la deuda, y burbuja inmobiliaria en algunos
casos.
Pero además, el estallido en esa parte del
planeta puso sobre la mesa los débiles modelos de predicción y diagnóstico
elaborados por el FMI. Como constatan Mario Rapoport y Noemí Brenta en su libro
“Las grandes crisis del capitalismo contemporáneo”, hasta junio de 1997 la
media de proyecciones sobre el crecimiento de esa región promediaba un 7%.
“Sin embargo, apenas un mes más tarde esos
pronósticos pasaron de un 8% a -15% para Indonesia; del 6% a -7% para Malasia;
del 8% a -3% para Corea del Sur; y del 6% a -2% para Filipinas”. La caída en
los PBI de esos países afectaron a todo el planeta, pero sobre todo a Japón, el
gran motor regional antes de la consolidación de China.
En el otro extremo de Asia, en el límite con
Europa, Rusia seguiría un sendero parecido que también desembocó en una
devaluación de su moneda nacional, el rublo, en 1998. Antes de eso, esa nación,
que había formado parte de la Unión Soviética hasta principios de 1990, había
recorrido un camino desde el socialismo hasta la más pura economía de mercado a
la velocidad del rayo.
Hasta 1995, la desregulación de la economía fue
total, con una ola de privatizaciones y una masiva llegada de capitales
extranjeros. Como pasó en muchos otros ejemplos, el sector financiero fue uno
de los más favorecidos por un verdadero festival del libre mercado.
Brasil, la pata local. Después de México y antes
del feroz 2001 argentino, Brasil sintió los rigores de la crisis. Hasta
comienzos de los ‘90, el gigante sudamericano arrastraba procesos de déficit
fiscal, inflación, y deuda interna.
En 1994 Fernando Henrique Cardoso —entonces
ministro—, lanzó el Plan Real con un sistema de flotación dentro de una banda
de fluctuaciones, medida que le sirvió para controlar la inflación e iniciar un
camino de recuperación de la demanda y del crecimiento.
Sin embargo, Brasil no pudo escapar del efecto
contagio de la crisis asiática, que hundiría sus números en 1998 y 1999. En ese
lapso, el PBI creció apenas 0,2%, lo cual provocó un aumento del desempleo. El
panorama se complicó aún más con la caída en la relación del intercambio y la
brusca reducción de los flujos de capital hacia las economías emergentes, lo
que provocó a su vez pérdidas de reservas internacionales.
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