domingo, febrero 19, 2012

Desde otra óptica / Estalla la periferia

Manías, pánicos y cracks. Historia de las crisis económicas. Países de Sudamérica y Asia adelantaron la actualidad de Europa con un cocktail de déficit, deuda y devaluaciones que se encadenaron entre si. Jorgelina Hiba (La Capital - Argentina), nos conduce por un recorrido de la crisis a través de esa otra óptica: la social, pero evidenciando sus estrechos vínculos con lo que considera desacertadas decisiones de los organismos crediticios internacionales.


Los 90, escenario de los estallidos de la periferia

Por Jorgelina Hiba / La Capital

La última década del siglo pasado resuena en la memoria como una ráfaga de crisis sucesivas que agujerearon una por una las corazas ortodoxas que desde el Fondo Monetario Internacional habían diseñado para las endeudadas naciones subdesarrolladas, con América latina a la cabeza del pelotón.

Las crisis que estallaron en la periferia, desde México hasta Filipinas, fueron también el primer grito de alarma sobre las agotadas energías del neoliberalismo, cuyas recetas de desregulación y ajuste se cayeron a pedazos al ritmo de sacudidas con nombre de bebidas alcohólicas o ritmos musicales, como el Tequila o el Samba.

Los tembladerales económicos que sacudieron a los países periféricos de Asia y América latina durante los ’80 y los ’90 fueron en buena parte consecuencia de las enormes deudas externas contraídas una década antes, cuando la suba del precio del crudo generó ahorros a los países petroleros que fueron reenviados a economías en desarrollo por bancos internacionales a la búsqueda de rendimiento en épocas de tasas bajas.

Naciones como Argentina, Brasil, México o Perú, generaron en un tiempo muy breve una abultada deuda pública en dólares que se convirtió en impagable apenas la tasa de interés se normalizó, los petrodólares se agotaron, y las monedas se depreciaron.

Fue así que las deudas externas de los países subdesarrollados pasaron de 40 mil millones de dólares en 1977 a casi 140 mil millones en 1982. Según afirma Julio Sevares en el libro “El imperio de las finanzas”, en 1982 los pagos de la deuda representaban 25% de los ingresos de exportación de América Latina, y el 44% de las naciones más endeudadas. Para Argentina en particular, ese porcentaje trepaba hasta el 54%.

El 50% del total de la deuda estaba enquistado en un pequeño grupo de naciones integrado por la propia Argentina, México, Brasil, Venezuela, Corea del Sur, Filipinas e Indonesia. Una lista casi idéntica a la que, apenas diez años después, se repetiría en los estallidos económicos y financieros en todo el cordón de los “periféricos”, o sea las naciones de desarrollo medio por fuera del eje de los países centrales compuesto por Europa y Estados Unidos.

La deuda eterna. En primera instancia se pusieron en marcha paquetes de ajuste fiscal para evitar el default, financiados por el FMI y patrocinados por Estados Unidos, donde la mayoría de los bancos acreedores estaban domiciliados. Según los datos expuestos por Sevares, los nueve bancos más importantes de ese país eran los “dueños” del 60% de la deuda regional. Entre esos nombres figuraban gigantes como el Bank of America, Citibank, Chase Manhattan, Morgan Guaranty Trust, First National Bank of Chicago y Chemical Bank.

Fracasado el menú ortodoxo del ajuste, se estiraron los plazos de pago bajo las reglas del plan Baker, una reprogramación de los préstamos bancarios que tampoco resultó y que llevó derecho a lo que se conoció como la “década perdida” de Latinoamérica. Recién hacia 1989 empezó a evaluarse la posibilidad de quitas, lo que dio pie al plan Brady, por el que se canjearon préstamos bancarios irrecuperables por bonos emitidos con descuento, los bonos Brady.

Argentina se plegó a ese plan a fines de 1992, con Carlos Menem como presidente. El 31 de marzo de 1993 se emitieron 25.000 millones de dólares en bonos, lo que les permitió a los bancos acreedores desprenderse de los créditos incobrables que tenían, cambiándolos por esos papeles que vendieron a sus clientes, muchos de ellos pequeños ahorristas estadounidenses. Los bonos de México, Argentina, Brasil, Costa Rica, Perú, Uruguay, Venezuela, Bulgaria, Dominicana, Ecuador, Costa de Marfil, Jordania, Nigeria, Panamá, Filipinas, Polonia, Rusia y Vietnam sumaron 174 mil millones de dólares, un mercado de enorme liquidez mayor al de la mayoría de las plazas financieras.

Pero además, los países que sellaron el acuerdo firmaron acuerdos con el FMI, que funcionó como gerente de su instrumentación. A cambio, el organismo internacional exigió reformas de mercado como privatizaciones de servicios y empresas públicas, desregulaciones, y apertura comercial y financiera. Era la letra negra del Consenso de Washington.

Crisis en cadena. Con esa escenografía llegaron los ’90. Esa década, marcada por la aplicación a rajatabla de los preceptos del FMI en la región, fue también la puerta de entrada a las grandes crisis de la periferia, que adelantaron lo que hoy atraviesa Europa. De a uno, los mejores alumnos del Fondo se derrumbaron y cayeron en un pozo de deuda impagable, debilidad bancaria y deterioro social que se llevaría puestos no pocos gobiernos, y que contribuiría a dibujar los límites de la actual decadencia de la doctrina neoliberal.

El primer país en explotar fue México en 1994, apenas un año después de haber firmado su Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y el primer país en haberse comprometido con el Plan Brady.

En su recorrido hacia el derrumbe, la nación azteca había sido una de las aspiradoras de los petrodólares de los ’70, si bien algunos años más tarde se transformó a su vez en un significativo exportador de petróleo.

Las obligaciones que colgaban del plan Brady lo llevaron a recortar políticas públicas y a achicar el papel del Estado hasta los límites que se imponían desde Washington, en una aplicación a rajatabla de los preceptos de la ortodoxia económica. La acumulación de desequilibrios estalló en 1994, cuando confluyeron la entrada de capitales especulativos, la apreciación del peso mexicano y un fuerte aumento de las importaciones.

En simultáneo, la Reserva Federal estadounidense decidió elevar las tasas y el sur del territorio mexicano se sacudía con la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). En 1995, el PBI de esa nación cayó un 6,2%, con inflación y crisis bancaria a la par.

A instancia de Bill Clinton, quien temía que Estados Unidos sintiera de primera mano los efectos del tequilazo, México recibió un rescate financiero que en sus diferentes etapas alcanzó los 50 mil millones de dólares, lo que evitó la declaración del default que ya había padecido en 1982.

A partir de allí, comenzaron a caer una por una la mayoría de las naciones que se habían endeudado pocos años antes. En palabras de Sevares, las crisis de los ’90 pusieron en acto otros de los fenómenos de los mercados imperfectos, el del contagio.

“Según la teoría convencional, las conductas financieras se deben a las condiciones vigentes de los mercados, pero la experiencia de las últimas décadas enseñó que muchos mercados sufren fugas de capitales, corrientes especulativas o penalizaciones que no tienen que ver con su propia situación, sino con la que experimenta algún vecino, o una economía relacionada por pertenecer a la misma categoría de deudor, o por sus vínculos comerciales”, escribió Sevares.

El lamento de los tigres. La devaluación de Tailandia en 1997 fue el puntapié inicial de la crisis asiática. Como las piezas de un dominó, cayeron después Corea del Sur, Indonesia, Filipinas, Hong Kong, Singapur, Taiwán y Malasia. Los “tigres asiáticos”, en el centro de un espectacular crecimiento económico durante los ’70 y los ’80, parecían haber encontrado su techo.

Si bien la matriz de desarrollo que siguieron esos países fue más afín a la intervención del Estado que lo que aconsejaba el Consenso de Washington a América Latina, la liberalización de sus flujos de capitales las introdujeron en el mundo de las crisis especulativas y financieras globales.

Así, el ciclo que siguió la crisis asiática fue casi de manual: llegada de capitales especulativos extranjeros, apreciación de las monedas locales, crecimiento de la deuda, y burbuja inmobiliaria en algunos casos.

Pero además, el estallido en esa parte del planeta puso sobre la mesa los débiles modelos de predicción y diagnóstico elaborados por el FMI. Como constatan Mario Rapoport y Noemí Brenta en su libro “Las grandes crisis del capitalismo contemporáneo”, hasta junio de 1997 la media de proyecciones sobre el crecimiento de esa región promediaba un 7%.

“Sin embargo, apenas un mes más tarde esos pronósticos pasaron de un 8% a -15% para Indonesia; del 6% a -7% para Malasia; del 8% a -3% para Corea del Sur; y del 6% a -2% para Filipinas”. La caída en los PBI de esos países afectaron a todo el planeta, pero sobre todo a Japón, el gran motor regional antes de la consolidación de China.

En el otro extremo de Asia, en el límite con Europa, Rusia seguiría un sendero parecido que también desembocó en una devaluación de su moneda nacional, el rublo, en 1998. Antes de eso, esa nación, que había formado parte de la Unión Soviética hasta principios de 1990, había recorrido un camino desde el socialismo hasta la más pura economía de mercado a la velocidad del rayo.

Hasta 1995, la desregulación de la economía fue total, con una ola de privatizaciones y una masiva llegada de capitales extranjeros. Como pasó en muchos otros ejemplos, el sector financiero fue uno de los más favorecidos por un verdadero festival del libre mercado.

Brasil, la pata local. Después de México y antes del feroz 2001 argentino, Brasil sintió los rigores de la crisis. Hasta comienzos de los ‘90, el gigante sudamericano arrastraba procesos de déficit fiscal, inflación, y deuda interna.

En 1994 Fernando Henrique Cardoso —entonces ministro—, lanzó el Plan Real con un sistema de flotación dentro de una banda de fluctuaciones, medida que le sirvió para controlar la inflación e iniciar un camino de recuperación de la demanda y del crecimiento.

Sin embargo, Brasil no pudo escapar del efecto contagio de la crisis asiática, que hundiría sus números en 1998 y 1999. En ese lapso, el PBI creció apenas 0,2%, lo cual provocó un aumento del desempleo. El panorama se complicó aún más con la caída en la relación del intercambio y la brusca reducción de los flujos de capital hacia las economías emergentes, lo que provocó a su vez pérdidas de reservas internacionales.


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