Velia Govaere, tica y amiga
nuestra, ha escrito este artículo que nos envía –publicado en La Nación- y que
trata sobre la situación del Euro. “El Euro fue utopía bienintencionada –señala
Govaere- para consolidar un sentido de pertenencia europeo. Testadura e
insensible, la realidad dicta ahora condiciones de resentimiento, patriotismo
nacional a ultranza y resabios de rencor contra Alemania. Lo contrario de lo que se esperaba cuando se construyó alegremente el
padre de todos los desencantos”.
El padre de todos los desencantos
Por Velia Govaere
Catedrática UNED
No es la primera vez que un sueño produce pesadillas. El Euro nació como criatura política que no
atendió razones económicas. Era una
apuesta a la integración europea, que subestimó los desequilibrios
existentes y metió en un solo bolsón monetario a países con condiciones de
competitividad y productividad asimétricas. Ese irrealismo voluntarioso supuso
que una moneda común facilitaría la convergencia económica cuando, curiosamente,
la unión monetaria arrebataba a los países menos afortunados el mejor
instrumento para reducir brechas.
El sueño nació francés, pero sus candados fueron
germanos. Alemania aceptó de malagana el Euro, cuando Francia se lo impuso para
no oponerse a la reunificación. Alemania cedió, pero bajo condiciones que
convirtieron al Euro en una moneda todavía más inflexible que el viejo Marco.
Ahí desaparecieron las políticas monetarias de los países europeos, que no
fueran la mera defensa del valor promedio del Euro, donde la economía alemana
tiene un peso desproporcionado y dicta la norma.
Previo al Euro, Alemania gozaba de un sistemático
superavit de su balanza comercial, mientras España, Italia y Portugal sufrían
permanentes déficit. Pero cada cual tenía su propia moneda para defenderse. El
menor precio de una lira débil abarataba exportaciones y estimulaba consumo
interno. La soberanía monetaria permitía incidir en la inflación y disminuir el
valor real de los salarios, produciendo mayor competitividad. La acción de los
bancos centrales sobre las tasas de interés permitía créditos baratos para
estimular la economía. Así se podían jinetear las crisis y, en caso extremo,
responder con la agilidad de un “corralito” argentino o de un tequilazo mexicano.
De eso se privaron al renunciar a sus monedas nacionales, felices de tener, a
cambio, abundantes créditos teutónicos, en las condiciones especiales que el
Euro permitía. Alemania aseguró la colocación de sus excedentes y los otros
países aprovecharon crédito barato para promover su desarrollo. La canción sonó
bien por varios años mientras alegremente se endeudaron.
¿Cuál era la utopía? Que con el crédito barato, las
condiciones de competitividad iban a alinearse. Ocurrió lo contrario. Las
asimetrías se acentuaron. La competitividad aumentó en Alemania y disminuyó
todavía más en los países mediterráneos. Desde la introducción del Euro, los
costos por unidad de trabajo aumentaron un 25% más que los de Alemania. Por costo
de hora trabajada en España, Portugal, Italia y Grecia se produce apenas el 75%
de valor que en Alemania. Créditos germanos y franceses cubrían los déficits
resultantes. Dos caras de la misma moneda: Alemania con un superávit comercial de 200 mil
millones de dólares, el más grande del mundo y el resto de la eurozona con un
déficit que corresponde a esa misma cifra. Alemania puede invertir en el mundo
hasta el 5% de su PIB. Grecia, en cambio, necesita pedir prestado el
equivalente a un 10% de su PIB, para pagar importaciones. Permanecer en la zona
Euro, en esas condiciones, es insostenible.
Reuniones de emergencia resuelven crisis cotidianas de
liquidez. El problema de fondo espera. El Euro, con valoración construida como
promedio de las condiciones de sus países miembros, es barato para los
productores alemanes y caro para el resto. El Euro está un 40% depreciado sobre
lo que valdría hoy el Marco alemán y muy sobrepreciado sobre lo que sería una
peseta, una lira o un dracma. Eso mantiene más competitivos a los alemanes y
amarrados a los demás. Condiciones perfectas para ahondar brechas, sembrar
tormentas sociales, pasar facturas políticas en el espectro democrático.
Es verdad a medias que el problema nace con la deuda
pública y se soluciona con austeridad. Los gastos estatales son parte del problema,
pero queda por fuera la responsabilidad que recae en las condiciones
diferenciadas de productividad del trabajo. Hacer recortes presupuestarios es
difícil, mucho más lo es disminuir costos laborales, de forma nominal, porque
no se posee el arma inflacionaria que permitiría una moneda propia.
¿Por qué seguir entonces en la zona Euro? Porque salir
sería más desastroso que seguir amarrado en esa ratonera. Pero hay países que
ya no aguantan, ni deben seguir aguantando. Grecia es el primero. Con todo y un
53% de condonación de su deuda, su bajo desempeño económico hace que, en vez de
disminuir, su deuda aumente de 150% del PIB a 170% en el próximo año. Grecia se
va. Lo único que no se sabe es el día y la hora. Así debe ser para evitar una
estampida pidiendo devolución de ahorros en Euros, antes de que se conviertan
en dracmas de papel. Se quedarán con salarios reducidos a la mitad, pero con
políticas monetarias que los saquen del embrollo, en relativo corto tiempo. Es
eso o una perenne e insolventable crisis. ¿Y el resto? Tal vez no ahora. El
planeta no puede aguantar una estampida generalizada. Pero las brechas seguirán anunciando nuevos desafíos, si no se cambian
las condiciones básicas de solidaridad comunitaria, donde Alemania, gran
acreedor, impone condiciones draconianas para que los demás carguen con el peso
de la crisis.
El Euro fue utopía bienintencionada
para consolidar un sentido de pertenencia europeo. Testadura e insensible, la realidad
dicta ahora condiciones de resentimiento, patriotismo nacional a ultranza y
resabios de rencor contra Alemania. Lo contrario de lo que se esperaba cuando
se construyó alegremente el padre de todos los desencantos.
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