Este
artículo es escrito por nuestra amiga Velia Govaere, Catedrática UNED en Costa
Rica. Reproducido con autorización.
Las luces del crepúsculo
Toda política es hija de su tiempo
Toda
política pública es hija de su tiempo y responde a la consciencia hegemónica
predominante. Así ven la luz las políticas de Estado, pero en el proceso de
resolver los problemas que las convocan, también envejecen, como todo lo vivo.
Con el paso de los años, e incluso de sus propios éxitos, acumulan condiciones
nuevas que vuelven a exigir cambios.
Nuestro
modelo de atracción de Inversión Extranjera Directa (IED) es uno de esos
paradigmas hegemónicos. Su éxito ha dibujado mucho de nuestro paisaje productivo.
El modelo previo de “sustitución de importaciones” buscaba dinamizar el
entramado productivo atrayendo IED hacia mercados protegidos. Pero sus
objetivos no podían ser alcanzados de forma aislada. Ni siquiera en mercados
grandes, como el brasileño, argentino o mexicano. Mucho menos, entonces, en el
diminuto mercado centroamericano con poblaciones extremadamente pobres.
La
crisis de los 80 rompió ese esquema. El modelo hegemónico actual nació de ahí,
cuando tuvimos el poco honorable récord de ser el país más endeudado per-cápita
del planeta. La nueva política de atracción de IED, acoplada a la apertura
comercial, ha cubierto, desde entonces, un promedio del 98% del déficit de
nuestra balanza comercial.
Pocos
países han sido tan exitosos en un modelo de apertura ampliamente generalizado
en América Latina. Comex, Procomer y Cinde jugaron con solidez su rol por
competencia: abrir destinos exportadores, atraer inversiones, favorecer empleo
calificado y propiciar diversificación y sofisticación productiva. Nobleza
obliga a reconocer la calidad de ese entramado institucional, reputado como uno
de los mejores de América.
Nuestra
estabilidad y crecimiento económico tienen mucho que agradecer a la apertura y
a la IED que permitió, en palabras del FMI, que nuestro país tuviera mayor
resiliencia para paliar los estragos de la crisis del 2009.
Pero
el referendo del TLC nos despertó a un aspecto de nuestra realidad que no
habíamos querido ver. Ante nuestros ojos estalló el desafecto sorpresivo de una
parte considerable de nuestra población con esa política pública. No podíamos
creerlo, obcecados, como estábamos, en cifras en blanco y negro. Nuestro
estupor comenzó a ver los grises, el crecimiento de la desigualdad, el país
dividido entre los beneficiados por la apertura y la inversión y los “otros”,
que se quedaron esperando derrames.
Lejos
de nuestro romantizado imaginario colectivo, Costa Rica jamás pensó que podía,
al mismo tiempo, atraer riqueza y generar desigualdad. Paradoja impensable.
Pero la IED, tan bienvenida como es, llega como factor adicional de
diferenciación social, económica y empresarial, si no existe una política
pública distributiva y de acoplamiento productivo que la articule. El Estado de
la Nación advertía la brutal diferencia en el crecimiento de ingresos, en esos
años, entre los quintiles de los dos extremos.
Llegó
riqueza y excelente empleo. El 2,7% de la PEA, es decir, casi 60.000 personas,
se benefician no sólo de mejores ingresos, sino también de entrenamiento
laboral que enriquece al país. Pero, en ese proceso, se acentuó la Costa Rica
socialmente disfuncional de dos mundos, con hábitos adquisitivos distintos,
viviendas separadas por murallas, productividad e ingresos diferenciados. Se
acentuó la Costa Rica de zonas abandonadas y zonas privilegiadas. El resultante
universo heterogéneo de competitividades contrastadas quedó debiendo la
conversión de la IED en factor de dinamización de la producción nacional.
Nos
impactó en el referendo la mirada de recelo de la población universitaria.
Contraste insólito, porque son los más beneficiados por la IED, que ofrece
mejores salarios y se lleva a la mejor gente. Pero, aparte de mamarrachos
ideológicos y exageraciones de Macondo, había también razones sociales que
sustentaban ese resentimiento. Mientras el PIB crecía a un 5% anual hasta antes
de la crisis, la inversión universitaria pública disminuía del 1,15% al 0,79%
del PIB. Es decir, mientras más riqueza traía la IED, menos invertía el Estado
en educación superior. Algo inaudito, pero explicable: la IED no fortalece las
capacidades de inversión del Estado.
Paradojas. Eso
explica, pero no justifica la paradoja. ¿Cómo justificar que mientras las
universidades públicas cobraban importancia para la IED, se descuidara su
financiamiento? ¿Cómo justificar que estemos por encima del promedio
latinoamericano de IED per cápita, pero hayamos bajado de la media
latinoamericana de graduados de secundaria? Son paralelismos insostenibles que
señalan carencias de políticas públicas, no relaciones de causa y efecto. Sería
totalmente simplista atribuir nuestras insuficiencias a la IED. El frío no está
en las cobijas. Pero esa realidad contradictoria señala que no podemos seguir
haciendo simplemente más de lo mismo.
Tenemos
carencias fiscales, que frenan nuestras políticas distributivas, pero la IED
que equilibra las cuentas nacionales, no aporta a la hacienda pública, que más
bien se debilita frente a las tareas que la misma inversión demanda. Vivimos
desfasados en tiempos de fiscalidad universal, cuando la exención que otorgamos
a la IED engrosa los fiscos de sus países de origen. Países competidores por
inversión, como México o China, cobran impuestos para poder pagar por la
inversión en infraestructura, educación, servicios, innovación y desarrollo
exigidos por las inversiones que llegan.
Las
campanas suenan por un cambio y, seamos sinceros, las últimas dos
administraciones se han movido en esa dirección. La nueva ley de zona franca y
su implementación, el fortalecimiento de Creapymes, la Banca de Desarrollo, con
todo y sus problemas operativos y, en esta administración, el formidable
remozamiento del INA buscan cerrar brechas y fortalecer capacidades locales.
Son los primeros pasos de una nueva comprensión, pero las propuestas fiscales
aguardan su turno inevitable.
Los
ejes de una visión holística más profunda apuntan al encadenamiento con la
industria y servicios locales, a la transferencia de tecnología y, claro está,
a la contribución de la IED a los costos fiscales implícitos en la población
educada que demanda, la infraestructura física que requiere y la seguridad
ciudadana que necesita.
Tiempo de ajuste. Más fácil
decirlo que hacerlo. Las luces del crepúsculo ponen a competir sensibilidades.
Ciertas miradas se resienten. Es comprensible. Se necesita tiempo de ajuste de
nuestras miradas ante cualquier cambio de luminosidad. En la antesala de hacer
las cosas diferentes, la mera mención de un cambio se ve en blanco y negro, sin
los matices de gris que hacen la riqueza integral de una visión de futuro.
(Publicado
originalmente en La Nación – Costa Rica).
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